El buen soldado, de Ford Madox Ford
- Jorge Bárcenas
- 23 jun 2021
- 4 Min. de lectura
Publicado en 1915, durante los oscuros días de la Primera Guerra Mundial, El buen soldado presenta a cuatro personajes —Edward Ashburnham, Leonora, Florence y John Dowell— y sus testimonios sobre el amor, la sociedad y la vida como verdades cuyo conocimiento llega muy tarde.
Como en la acertada imagen de la portada los personajes, desnudos y quizá contritos, se confrontan para esclarecer un hecho que el teatro del mundo —las apariencias— ha opacado. Sin embargo, el entendimiento de los hechos no es inmediato y definitivo, sino lento y cambiante, como en la vida misma: un recuerdo ilumina el olvido y los hechos y gestos pasados resplandecen desde nuevas perspectivas para adquierir nuevas significaciones.
Como otros escritores de su generación —Henry James, Joseph Conrad—, Ford Madox Ford (1873-1939), cuyo verdadero nombre fue Ford Hermann Hueffer, posee la escasa virtud de ofrecer una narración con el ritmo que imponen las contingencias de la memoria.
John Dowell, el narrador y también protagonista —aunque aparente ser sólo testigo—, organiza su relato de acuerdo a cómo lo contaría a un interlocutor imaginario frente al fuego de la chimenea en una noche de viento. Un doble suicidio y una vida aislada en compañía de una mujer que ha perdido la razón son explicados en un ir y venir a través del recuerdo de nueve años que Florence y John Dowell —la pareja norteamericana— pasan en compañía de Leonora y Edward Ashburnham —la pareja inglesa— durante las temporadas de descanso en Nauheim, Alemania, a finales de la época victoriana, época ante todo cimentada en la apariencia. De la recuperación de un gesto o una palabra perdidos en la memoria hasta la reconstrucción de las confesiones de algunos personajes, el lector —tal vez el imaginario interlocutor de John Dowell— debe seguir minuciosamente la narración escalonada que le es propuesta, como un detective a quien le es escatimada alguna información.
Con el mismo desconcierto e ignorancia de John Dowell, el lector seguirá durante cuatro partes la enfermedad cardíaca de Florence, los amoríos y la generosidad de Edward, la administración severa y la religiosidad de Leonora. Lo que inicialmente se ofrecía como el recuento de las temporadas de descanso en Nauheim gradualmente se convertirá en un duelo silencioso —siempre soterrado por la apariencia— entre la psicología de los personajes; y el itinerario de los personajes dejará de variar (viajes desde Estados Unidos, encuentros en Nauheim y en Francia, excursiones a algún castillo) para restringirse a la propiedad de los Ashburnham, a la reclusión en un espacio cerrado que volverá intolerable la convivencia con el otro.
La oposición entre el rigor de Leonora y el apasionamiento de Edward menoscaba la tranquilidad del mundo que habitan los personajes. La sociedad, sin embargo, exige la tranquilidad, aun a costa de la exclusión o el aniquilamiento de los seres pasionales, sentimentales o locos: “Los convencionalismos, la tradición, supongo trabajan ciega pero inexorablemente para preservar al tipo normal, para extinguir a los individuos orgullosos, resueltos, fuera de lo común”.
Ante este descubrimiento, el protagonista sólo atina a formular preguntas sin respuesta:
“¿Existe, pues, un paraíso terrenal donde, entre el murmullo de los olivares, la gente pueda estar con quien quiera y obtener lo que desee? ¿O es que todas las vidas son como las nuestras, las vidas de la gente bien —los Ashburnham, los Dowell, los Rufford—, quebradas, tumultuosas, atormentadas, desprovistas de romanticismo, con períodos marcados por alaridos, imbecilidades, muertes y torturas? ¿Quién diablos puede saberlo?”
Un libro que narra el descubrimiento de la exclusión social con toda justicia debió llamarse La historia más triste, como deseaba su autor. Una ironía no entendida fue la que cambió el título original por El buen soldado: ya que aún transcurrían los días de la guerra, el editor de Madox Ford se rehusaba a titularla de la primera manera por cuestiones de mercadotecnia. Presionado por el editor que solicitaba otro título Ford Madox Ford sugirió irónicamente el segundo. Sin percibir la ironía, el editor estableció El buen soldado, nombre con el cual la novela se publicó y popularizó.
Debido a la popularidad que adquirió la novela con ese título, las traducciones han llevado el mismo. En lengua española este texto poco conocido se ha incorporado recientemente al fondo editorial de Sexto Piso. La traducción ante todo es cuidada y preserva el tono y el ritmo mesurados que el original debió tener. La calidad de esta edición se advierte también en la cuidadosa selección de la portada, el diseño editorial y la impresión.
La obra de un autor poco conocido en nuestra lengua, pero de excelente calidad narrativa goza con esta nueva edición la digna oportunidad de todo libro: darle a los hombres palabras para conocer su realidad y reflexionar sobre ellos mismos. El buen soldado ofreció esa posibilidad a algún lector contemporáneo del autor, quien tras leerlo dudó de la seguridad con la que se comprometía en una relación amorosa. Un siglo después, este libro, que demanda calma en su lectura, sigue permitiéndonos poner en tela de juicio nuestras mayores convicciones: quizá el mayor regalo de toda lectura.
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