El placer de releer
- Jorge Bárcenas
- 22 jun 2021
- 2 Min. de lectura
Recientemente he descubierto y disfrutado el placer de la relectura. Primero fue durante el cuatrimestre pasado con Donde deben estar las catedrales, de Severino Salazar, y ahora con El último lector, de David Toscana; dos libros con los que tuve una experiencia estética en su momento: dolor, tristeza, extrañeza, risa.
Recuerdo que en mi primera lectura del Donde deben estar las catedrales me generó un entusiasmo particular su división en dos partes ("La tierra" y "La luna"), la segunda de las cuales dejaba fluir una larga disertación sobre el vacío de la vida en la voz de un santo apócrifo. Fuera de ello, mi memoria conservó la escena en que uno de los personajes se masturbaba al aire libre, frente al río mientras era espiado por otro; o la imagen de la loca que sube un barril a la cumbre del cerro para después dejarlo caer con risotadas esquizofrénicas; o también el pasaje en que el protagonista camina con un espejo bajo la barbilla para ver el cielo y siente que anda sobre las nubes cuando en realidad pisa mierda.
De El último lector el olvido me perdonó algunos fragmentos y fotografías, por ejemplo que Lucio buscara orientar su acción con ficciones y novelas para resolver un crimen, para enamorarse, para rescatar un recuerdo digno de su esposa muerta en circunstancias vulgares; que Babette, la niña muerta, tenía una belleza inenarrable que apenas se sugerían los personajes con citas del libro de Pierre Lafitte; que Lucio arrojara las malas novelas que leía al infierno que había destinado para ellas en un cuartucho lleno de cucarachas; que Lucio sostuviera que antes de la muerte lo único que se tiene es una gran vergüenza; o finalmente que se configurara tan vivamente la historia de Icamole con la referencia a una batalla en la que luchó Porfirio Díaz, el Llorón de Icamole, y en la que pereció el soldado Pedro Montes, escribiendo una carta de amor que era una profesión de fe (con acento). Muchos, muchos recuerdos.
Lo que me gusta de releer es que me gano, me aseguro un poco más el recuerdo de los personajes hacia los que desarrollo cierto afecto, o puedo registrar alguna descripción casi con la plasticidad de las fotografías o de las pinturas, o puedo memorizar alguna situación existencial o alguna frase como un programa de acción deseable o no deseable. Lo que me gusta de releer es lo que podría gustarle a Lucio, el personaje de El último lector, de la lectura: hallar un recuerdo, que puede ser un recuerdo personal (de una vida que aunque no he llevado es casi igual a la vida que no he vivido) que perdure entre la fugacidad y el desgaste de la vida.
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