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Libros viejos

Actualizado: 20 abr 2023

Que los libros se pongan viejos y adquieran el olor ocre del papel que ha dormido constituye un placer fascinante para mis sentidos. Tal vez por eso tengo la manía de comprar varios libros cada vez que visito una librería. Los colecciono, los formo —tapa y contratapa—, los apilo —tapa sobre tapa. Me aseguro de que algunos cuantos de esos libros nuevos no pueda leerlos pronto, de que esperen tres, cinco, diez, no sé, los mismos años necesarios para que el vino o el queso añejen.

Aclaro: un libro que se deja añejar no mejora con el tiempo. Enmascarados por títulos audaces y por coloridas portadas, los malos libros conservan su falla de origen acechándome desde los estantes con sus lomos verticalmente desafiantes, resentidos.



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Lo que cambia de un libro conforme sus páginas amarillean son las expectativas. Antes de por fin leer el libro, he medido de un vistazo sus proporciones quietas, como un acordeón he barajeado varias veces sus hojas, he deseado que se impregne en mi memoria el olor característico de su papel, he releído la portada, la contraportada, los primeros párrafos o versos, algunos fragmentos (que después no encontraré) perdidos a la mitad y —también, he de confesar— las líneas finales. Así, la lectura de un libro añejo es una total experiencia estética o un rotundo fracaso.

Sobra decirlo: los libros que normalmente envejecen antes de una primera lectura son mamotretos que esperan los dos años de vacaciones imaginados por Verne.

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